Alguien me acechaba con mirada cautelosa. Por más que me acomodé los anteojos, no pude divisar silueta alguna. La luz de la luna ayudaba en la búsqueda. Hacía más clara la noche. Algunos objetos los distinguía fácilmente, la cómoda con su florero de cristal cortado y velas aromáticas, el taburete con la ropa planchada para ser utilizada en las primeras horas de la mañana; el espejo con su gran marco dorado. No obstante, al forzar la vista hacia el armario, mis ojos no podían llegar más allá; únicamente adivinaban una sombra. Esa sombra que, como buen centinela, permanecía allí; de pie y estática, como si aguardara el momento de quedarme dormida profundamente para velar toda la madrugada mi sueño.
No se movía, no hacía aspaviento alguno. Yo, por mi parte, comenzaba a desafiarla, me mantenía quieta. Pasaron escasos minutos. Pude percibir un movimiento brusco. La sombra se había acomodado una especie de manto. Al volver a estirarlo deduje que se trataba de un albornoz. No sé cómo pude apreciarlo entre tanta oscuridad.. Apenas había un poco de luz para asegurar que, efectivamente, se trataba de un albornoz. Toda la semana había yo estado leyendo sobre el desierto, sus árabes y el misterio que encierran. El reloj seguía su curso. Las manecillas sonaban una y otra vez: me estaban arrullando; pero yo no podía claudicar. Tenía que vencer a ese observador que espiaba incansablemente.
De repente, mi mente planteó dos posibilidades a fin de que alguno de los dos cediera: Una posibilidad era esperar al alba y que ésta descubriera la sombra en cuestión. Pero… también existía otra idea, la más viable: pararme, encender la luz y mirar detenidamente a mi guardián. Cansada, y con el afán de conocer su identidad, rápidamente salté de la cama y prendí la lámpara más cercana, la que estaba sobre el buró. Ahora todo se veía más claro. No había nadie. La sombra había desaparecido y junto a mis pies se abría el libro que había yo estado leyendo esa semana. Sentí un alivio al sentirme sola y a la vez triunfante… Así fuera sólo en mis sueños.
No se movía, no hacía aspaviento alguno. Yo, por mi parte, comenzaba a desafiarla, me mantenía quieta. Pasaron escasos minutos. Pude percibir un movimiento brusco. La sombra se había acomodado una especie de manto. Al volver a estirarlo deduje que se trataba de un albornoz. No sé cómo pude apreciarlo entre tanta oscuridad.. Apenas había un poco de luz para asegurar que, efectivamente, se trataba de un albornoz. Toda la semana había yo estado leyendo sobre el desierto, sus árabes y el misterio que encierran. El reloj seguía su curso. Las manecillas sonaban una y otra vez: me estaban arrullando; pero yo no podía claudicar. Tenía que vencer a ese observador que espiaba incansablemente.
De repente, mi mente planteó dos posibilidades a fin de que alguno de los dos cediera: Una posibilidad era esperar al alba y que ésta descubriera la sombra en cuestión. Pero… también existía otra idea, la más viable: pararme, encender la luz y mirar detenidamente a mi guardián. Cansada, y con el afán de conocer su identidad, rápidamente salté de la cama y prendí la lámpara más cercana, la que estaba sobre el buró. Ahora todo se veía más claro. No había nadie. La sombra había desaparecido y junto a mis pies se abría el libro que había yo estado leyendo esa semana. Sentí un alivio al sentirme sola y a la vez triunfante… Así fuera sólo en mis sueños.
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